Un gol agónico de un chaval de la cantera, Pedro Rodríguez, premió el esfuerzo del Barcelona en la final de la Supercopa de Europa, el quinto título consecutivo que obtiene el insaciable equipo de Pep Guardiola en apenas cuatro meses, después de un ejercicio de supervivencia en el estadio Louis II de Mónaco, ante un rival sólido y robusto, el Shakhtar Donetsk ucranio.
No pudo el Barcelona brillar con su mejor fútbol, víctima de un césped lamentable y de un contrincante muy compacto. Pero se embolsó el título después de un extraordinario acto de fe futbolística.
Estuvo a punto de morir ahogado por la pizarra del técnico del Shakhtar, Mircea Lucescu, pero se resistió para liberarse a lo grande, cuando el partido se perfilaba hacia los penaltis, con un gol de un chico de la casa que recordó a la explosión de alegría de Andrés Iniesta en Londres.
Así es este Barça, capaz de ganar con holgura o con sufrimiento, siempre buen competidor y normalmente victorioso. De ello puede presumir Guardiola, que ha ganado todos los títulos en juego desde que accedió al cargo.
Aunque llegó a Mónaco como favorito, después de ser premiado por la UEFA con todos los honores individuales, al Barça le costó un mundo ganar su quinto título. Para completar su colección —Copa, Liga, ´Champions´, Supercopa de España y de Europa— y acercarse al mítico ´Barça de les Cinc Copes´ tuvo que apurar hasta la prórroga, al estilo de la final de Wembley.
La corona fue para el Barça y los honores para Pedro, antes Pedrito, un discreto chaval canario que salió desde el banquillo para anotar el gol decisivo tras combinar con Messi en el área rival.
El césped, un descampado parcheado, no ayudó al Barça, obligado por las circunstancias a jugar un partido áspero y plomizo. En la capital mundial del lujo, el equipo de Guardiola se encontró inmerso en un compromiso embarazoso ante un rival casi anónimo, alejado de las pasarelas, de orígenes mineros, muy bien plantado en el campo, organizado de manera casi militar por la pizarra de un viejo zorro, Mircea Lucescu.
Dispuesto siempre a competir, el Barcelona se fue a por el partido desde el pitido inicial. Ni especuló ni se quedó a verlas venir. Le obliga su jerarquía y el ideario de su entrenador, que preparó una alineación al uso, sin sorpresas. Pero no había hueco por donde hacer circular el balón. Los muchachos de Lucescu ahogaron el juego azulgrana hasta la extenuación. Pero el equipo no se rindió, fue mejor y ganó en la prórroga.
DIARIO DE IBIZA
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