Los árbitros y su nevera

Pérez Burrull
Pérez Burrull

Buscaré un símil concluyente: hablar de los árbitros es como cambiarle los pañales a un bebé, al mínimo descuido puedes ser tú el que acabe sucio. Será útil para entrenadores y jugadores. Cuestionar la ley sólo cuando nos perjudica es también un ejercicio muy nuestro, muy de andar por casa. La actuación de Pérez Burrull el pasado domingo fue calamitosa. Estuvo desnortado y permeable, impropio de un colegiado de primera tal vez, y logró aquello que siempre se anuncia de un modo apocalíptico: que el árbitro sea protagonista en lugar de los futbolistas. Sin embargo, y visto el aluvión de críticas –de ahora, de ayer y de siempre-, debo recordar que el árbitro es el máximo responsable sobre el tapete de hierba y que cuestionar ya no su imparcialidad sino su legitimidad es ir contra el equilibrio del fútbol. La nevera, castigar a los jueces, tampoco ayuda mucho a reforzar una institución que se ha terminado convirtiendo en el centro de las iras, en la justificación de las derrotas, los colegiados son los enemigos cuando la realidad deportiva exige otra cosa, más bien el respeto a las normas y a quien se encarga de supervisarlas en el transcurso de un partido.

No es un tema nuevo, diría que es tan antiguo como el propio fútbol, pero el florecimiento de portadas iracundas contra el estamento arbitral, los comentarios recurrentes en la retransmisión de un partido e incluso los insultos solemnizados en los numerosos debates deportivos han llegado a colapsar una figura, la del árbitro, que –insisto- es imprescindible en el fútbol tal como lo conocemos. Nadie se echa las manos a la cabeza cuando se dice, tan a menudo, eso de “los árbitros son muy malos”, como si no cupiera la posibilidad de que fueran buenos, como si el hecho de ser árbitro los colocara ya en la morralla futbolística. Me recuerda a ese otro tema tan español que es el de “los políticos son todos unos sinvergüenzas”. Ambas afirmaciones entrecomilladas son peligrosas y acomodadas. En ambas nos lavamos las manos, echamos balones fuera, nos posicionamos en el otro lado, como si no fuéramos conscientes de lo importante que son ambos colectivos, de su incuestionable importancia en sus respectivas funciones sociales, como si realmente pudiéramos vivir tranquilos con esa mácula sobre unos y otros, con esa agria sospecha sobre la legitimidad de todos ellos.

Nos guste o no, la figura del colegiado es irrenunciable. Ya sean tres, cuatro o seis, los árbitros y sus asistentes tienen en sus silbatos y banderines la responsabilidad de que el fútbol discurra por los cauces reglamentarios. Es una labor difícil, obviamente. Hay demasiada gente viendo la televisión, demasiada gente en las gradas y lo que está en juego es algo más que la cuenta de pelotitas que caen en la red. Hay dinero, prestigio, inversiones millonarias, competitividad y negocio. Es fundamental la presencia de una persona que haga cumplir el reglamento, un juez con autoridad para decidir en caso de duda, tantas cosas dependen de su visión, su criterio y su honradez. Cuestionar por cuestionar, a las bravas, es hacer tambalearse este deporte, alienarlo. Y digo esto porque no se critican los errores sino la presencia misma de ese señor, generalmente adusto, al que siempre se le asocia con extraños intereses de club o fobias personales.

La nevera no es la solución. Tampoco la proliferación de árbitros como se está demostrando en la Europa League. El ojo de halcón será circunstancial, como lo fue la figura del cuarto árbitro. Todo pasa por una sencilla práctica que nada tiene que ver con la tecnología: confiar en la legitimidad del colegiado, no cuestionar sus decisiones, asumir que el error es sólo eso, una falta de apreciación, una confusión visual, en todo caso la mejor de las opciones para el que pita. Es ingenuo, lo sé, pero por algo hay que empezar. La conspiranoia sólo sirve para pasar el rato y si lo que nos gusta es el fútbol debemos asumir que la posición del árbitro debe ser respetada y cuidada, son inocentes hasta que no se demuestre lo contrario. Y por supuesto, no ir cacareando por las radios en contra de su figura, no hacer reproches, no tratar de engañarlo en el campo, no fingir lesiones para perder tiempo, no lanzarse en el área, no insultar, no adelantar el balón unos centímetros en los saques de esquina, no cargarle la culpa cuando el equipo no funciona… esas cosas que vemos a diario sobre el césped pero que tienen menos importancia de la que deberían tener, porque la perversión de las reglas es tan perjudicial para el fútbol como la mala fe de un árbitro.

Y una última petición: algo más de sensatez para los colegiados, que abandonen su posición defensiva, que den un pasito al frente en busca de esta concordia necesaria. Que abandonen su cápsula y se dejen escuchar por los aficionados, que lleven su obligación con naturalidad, que tiendan su mano a los jugadores y dejen de desafiarlos, que se ganen la autoridad a través de la comprensión y no de la jerarquía. Más transparencia en sus decisiones colegiadas, un sistema de elección claro y consensuado, que se conviertan en un estamento que garantice que los que pitan son los mejores posibles y si hay exclusiones o neveras, que las haya siempre, con criterios prefijados, con normas públicas. Al fin y al cabo… ¿quién arbitra a los árbitros?

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